Nací en Oviedo en 1966. Fuí el tercero de una familia numerosa de ocho hermanos.
Mis primeros recuerdos especiales se remontan a principios de los setenta, cuando mis abuelos me llevaban con ellos a San Román de Infiesto, su pueblo natal, en donde solían pasar los fines de semana y las vacaciones de verano. Era un pueblo muy pequeño, con poco más de una decena de habitantes, y por el que no pasaba casi ningún coche. Allí, junto el que sería mi amigo del alma, José Manuel, alias Cortobellu, pase los mejores momentos de una infancia muy feliz.
Jugué a la peonza, al yoyó, a las chapas, al aro, a las canicas, a los dardos, al escondite, a la queda, a tres marinos a la mar, a la gallinita, a la goma, a la comba, a los barcos, a las cartas, al fútbol, al baloncesto, al tenis, al frontón…; anduve en carretillo, en tractor, en carro, en segadora, en moto, en barca, en burro, en mulo, en caballo, en zancos, en patines, en patinete, en vehículos caseros de descenso…; hice pistolas, escopetas y espadas de madera, arcos y flechas, escopetas de pinzas, tirachinas, garbanceros, cerbatanas, lanzas, chiflos, flautas, tambores, tallas de madera, cabañas, puentes…; dormí en prados, en maizales, en tenadas, en casetas en los árboles, en cuevas…; nadé, pesqué, corrí, salté, caí, sangré, reí, grité, jugué, escalé, ordeñé, subí a los tejados, me columpié…; coleccioné hojas, maderas, piedras, escarabajos, mariposas, flores, semillas, cromos…; estudié el comportamiento de los pájaros, las hormigas, las ranas y sapos, los peces, los grillos, las lagartijas, las luciérnagas, las vacalorias, las mariquitas…
Toda mi creatividad, sensibilidad, imaginación y ocurrencia, y sobre todo mi amor y profunda admiración por la naturaleza germinaron en esos intensos años de mi infancia. Sin todas estas vivencias estoy seguro que mi vida habría tomado un rumbo bien distinto.
En 1995, cuando ya llevaba un año de vuelta en Asturias, la muerte de mi hermano Tino, tras una tristísima enfermedad, me hizo sumirme en la más profunda oscuridad. Los paseos por el monte, alejado del ajetreo de la ciudad, fueron mi terapia y se hicieron necesarios y constantes.
A mediados de los setenta, ya con total regularidad y disciplina, empecé a dedicar todo mi tiempo libre al deporte. Durante varios años practiqué ciclismo, gimnasia, judo y atletismo simultáneamente, a la vez que me divertía, cuando tenía tiempo, esquiando y jugando al tenis. A principio de los ochenta, empapado por la influencia de Jacques Cousto y Félix Rodríguez de la Fuente, empecé a leer todo tipo de revistas y publicaciones sobre fauna y naturaleza. Me interesaba mucho la biología y el comportamiento animal, por ello, con el permiso de mis padres, instalé en mi habitación un acuario gigante, de varios miles de litros y me aficioné a la acuarofila. Llegué a ser, incluso, pionero en la cría en cautividad de alguna especie de cíclidos y anabántidos.
Con solo 18 años, comenzó el noviazgo con mi mujer, María Jose, con quien me casé cinco años después. La vida nos brindó la posibilidad de comenzar nuestra aventura familiar en la costa murciana, en donde nacieron nuestros dos primeros hijos. Fueron unos años muy bonitos e intensos, llenos de días de playa, de windsurf, de paseos en piragua, de travesías a nado, etc, en el Mar Menor, que por aquel entonces aun no estaba contaminado. Esos seis años, tan alejados de Asturias, me hicieron darme aun más cuenta de la belleza y riqueza de su naturaleza. Cada vez que venía de vacaciones y me iba de monte, lo cual necesitaba hacer al menos dos veces al año, soñaba con volver algún día a mi tierra y poder tener una cabaña.
Dediqué casi diez años a buscar esa cabaña anhelada, rodeada de frondosos bosques y ríos cristalinos y en donde la auténtica vida salvaje todavía existiese. Fue en 2004 cuando por fin cumplí mi gran sueño, la encontré, la compré, la rehabilité y empecé a disfrutarla. Ya desde un principio, algunas veces con mi familia y muchas otras solo, empecé a pasar en ella uno o dos días a la semana. Me aficioné locamente por la fotografía de fauna salvaje, publicando mi primer libro, mi cabaña, mi mundo, pocos años después. Odile Rodríguez de la Fuente, a quien tuve el honor de conocer por aquel entonces, incluso tener la suerte de colaborar con ella en la Fundación Félix Rodriguez de la Fuente, de la que era presidenta, fue quien me dio el empujón final para convertir mi afición en una ocupación más seria y rigurosa. En los siguientes años publiqué otros dos libros, Sentidos y Entradas al paraíso, gracias a la preparación de los cuales adquirí un importante conocimiento sobre etología. A consecuencia de ello, y sin yo buscarla apareció una inesperada oportunidad de hacer una incursión en el mundo audiovisual.